Corría el año de mil ochocientos sesenta y
tres, en la cubierta de un parao por un error inadmisible, Yañez hirió a
Sandokan con su larga cimitarra, no solo eso peor aún, confundido lo arrojó al
mar. Por esas cosas del destino, Salgari que estaba pescando en la costa del
mar frente a Borneo, lo enganchó en su línea y lo saco a la superficie,
asombrado y viendo de quien se trataba llamó a su mujer Ida Peruzzi, entre
ambos lo pudieron revivir y les sirvió para su próximo libro. Yañez cuando se
entero ya en las páginas de esa nueva novela, de que Sandokan seguía en acción,
sintió un profundo alivio y le pidió disculpas, aduciendo que un error lo puede
tener cualquiera, pero que un escritor como Salgari era imposible que se equivoque
así.
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Le dijeron que en esa casa iba a estar ella,
la mujer que hacía tiempo lo dejó y a la cual nunca pudo olvidar y siempre
buscó después que lo dejara. Esa tarde, por fin volvería a verla, su largo
sufrimiento había llegado a su fin, le pediría que vuelva, le diría que la
quiere, que no la puede olvidar, que es y ha sido la mujer de su vida. Ya
llegando a su destino frente a esa puerta, frente a la casa donde le dijeron
que ella vivía, pensó una vez más en todo lo que iba a decirle cuando la
volviese a ver mientras su mano, busco el timbre para llamar y su dedo, se ubico
junto al botón para oprimirlo, seguro que el sonido del mismo la traería a su
lado, fue entonces en ese momento tan cercano en donde por fin lo padecido
quedaría atrás, en que se dio cuenta que todo sería en vano, -ninguna puerta
abre al pasado- experimento un imprevisto alivio, como si una resignación
consensuada con el recuerdo de ella lo invadiera lentamente, con esa sensación
bajó el brazo del botón del timbre y dando media vuelta se alejo.
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