Decidido a buscar en sí mismo, no dudo en hacerlo y salió hacía el camino
que lo esperaba fuera. Una vez en él, se encaminó hacia la costa en busca de
los acantilados y la choza de la vieja hechicera, señora del mar y guardiana de
todos los secretos de la vida. Solo ella sabía, solo ella podía decirle lo que
le pasaba, ese raro sentir que lo envolvía noche y día, día y noche en cerrada
melancolía. Era la hora del crepúsculo, de las últimas luces que jugaban sobre
el color rosa viejo del sol, que se inclinaba hacia el final de todo, allá
donde el océano en línea con el horizonte nos aguarda. Buscó entonces la senda
vertical hacía la playa y se dejó llevar, por su propia pena que manejaba sus
pasos imprecisos, hacia donde estaba ella -la hechicera- como si fuera el
encontrarla, el final de su destino y recordó entonces, las palabras que le
dijera un día, cuando feliz hace mucho ya, estaba enamorado, escucho de su boca
como si su vos resonara en un templo.
--Las cartas que se tiran al fuego, son llamas que se convierten -al
igual que las pasiones- en cenizas con el tiempo.
Y hoy el tiempo había pasado y su corazón estaba desolado, como esos
paisajes que dejaba detrás mientras avanzaba, rumbo a la cita en la playa,
dándose cuenta ya que el fuego de ayer, escoria de hoy, se había terminado.
Pronto dejó atrás los altos árboles, los lugares de siembra y de silencio, las
últimas casas y los primeros páramos y solo sintió el viento, la soledad, la
sal, el olor a mar que se acercaba a medida que el caminaba hacía su encuentro, fue entonces cuando tuvo miedo de enfrentarse
a la señora de la suerte, pues de ese encuentro el presentía, que saldría
convencido que su amor había muerto para siempre, pero decidido a ir siguió
andando, ya que la pasión es el deseo que inunda nuestras almas de esperanza.
--¡Ya no te quiero!
Y se lo escucho otra vez.
--¡Ya no te amo!
Y sin embargo seguía convencido que no era cierto, que aunque sea
verdad, seguro lo engañaban. Sus pies se hundieron en la arena, su marcha se
hizo más pesada pero ya a lo lejos divisaba la casa, la casa de la angustia y
de las penas, pues allí, por medio de la magia sabría al fin que sentía ella
por él. Ya rozó el camino de rocas tan antiguas, que el musgo de los años
cubrió todas sus grietas, ya con paso firme se dirigió a la reja, que cierra el
paso a todo visitante y corrió sus cerrojos, abrió la puerta y una vez en el
jardín que no de flores, sino de piedras sembrado se encontraba, se encaminó a
la casa donde por la hora ya seguro la hechicera lo aguardaba. La puerta
abierta lo esperaba, los resplandores de la llama eterna, le hicieron saber que
se encontraba en el centro mismo donde la adivina piensa, mientras sus manos
juegan con las cartas y las arroja una a una sobre la mesa, donde el ala del
cuervo guarda su morada.
--Pasa –se escucho su vos- veni a enterarte de lo que deseas saber
aunque te duela, nada hay mejor que la verdad, para aquel que en el olvido de
las almas enamoradas vuela.
--Si con el olvido de las almas enamoradas viajo -dijo el- quisiera
hechicera que me digas ¿Cuál es la verdad de mi silencio, que genera el ruido
imperceptible de un fracaso? A veces pienso -si me fuera permitido intentarlo-
y supiera las palabras que ella habla, al repetirlas yo, imagino que a su perdido
amor me sería posible volver a
encontrarlo.
--Nada se escapa del destino y para ello consultemos al oráculo. -Hablo
la hechicera-
Puso la piedra blanca sobre la piedra negra, El Comodín y La Emperatriz
como pareja y tomó siete cartas y cuatro, arrojó al fuego. En el secreto no
accesible de la maga, apareció sobre la piedra de basalto el pensamiento de
ella -la mujer que el amaba- a la que le pedía que hable aunque este lejos, que
este donde estuviera, en ese recinto sería oído lo que ella dijera y fue
entonces, cuando en la casa aquella, lugar donde la hechicera tiene su morada,
clara y potente se escuchó la vos de quien fuera su amada, pero de lo que dijo,
de lo que hablo salvo el, nadie más oyó nada.
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