Sentado en la silla rota, sobre una vieja
tabla, el orfebre de joyas, mueve sus dedos sobre un hilo de plata. Su cerebro
sabe, porque lo aprendió de sus manos, cada vuelta de collar, o cuantos
círculos hacen falta para un hermoso anillo, o que forma debe tener un colgante,
para que realce aún más, la belleza del rostro que lo lleva. Pero lo que nunca
sabrá, que destino tienen sus joyas cuando se van de él, siguiendo el camino de
un amor, sincero o turbio, apasionado o calculador, solo sabe, que sus
creaciones serán usadas, para embellecer aún más, si es posible, el cuerpo de
una mujer, la maravillosa geografía, que hace que las joyas brillen con su
total esplendor. Es entonces cuando apreciamos ese cuerpo, donde deslumbrados
vemos el nacimiento hermoso de los senos, cual sendero que se abre en busca de
la atención de aquel que los admira, descansando en ellos sobre la piel tersa,
el medallón que el collar sostiene para que no se escape y vuele, mientras
nuestros dedos, o tal vez los labios, lo alejen suavemente, porque impide el
paso hacía el pezón, ansioso de que lo toquen o lo besen, quizás ¿Por qué no?
Cuando atraemos la mano de la mujer que amamos y la llenamos de besos, porque
es nuestra y sentimos, que recorre el cuerpo, como suave brisa que ansia
llevarse nuestro amor con ella, es en ese instante entonces, que nuestra boca
roza el anillo que en su dedo tiene y sentimos celos, del metal que a su lado
se mantiene siempre, como en un acto de posesión sobre el ser que amamos. No habrá
mayor fortuna, que la de retirar el pelo, que cual cascada de agua embellece el
cuello y detrás de su oído, que un colgante adorna de refulgente fuego,
depositar un beso, que estremezca su alma y deje volar sus sueños. ¡Joyas! Todas
salen de la mente del orfebre, todas adornan a la mujer desnuda, que duerme al
lado mío, en medio de la noche, rodeada del silencio extraño y melancólico que
da el sueño ¡Mientras yo la admiró! Sueña, que un mundo de joyas la rodea y
ella sola en el cuarto, lo contempla.
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